Allí en medio de la nada, estaba la vivienda, era un rancho
con paredes de adobe y techo de paja brava, al acercarme noté que no tenía
puerta, un trozo de trapo de color azul oficiaba de la misma, detrás pude
observar que había un corral.
Ya en la galería ví una abertura tapada con un madero, que
debía ser una ventana. Al entrar un escalón marcaba un importante desnivel
hacia abajo, el piso era de tierra, y había desparramados restos de comida de
la noche anterior.
Al girar la cabeza noté que sobre una repisa, estaba un
candil casi sin combustible, un mazo de cartas, con mucho uso y una fotografía
vaya a saber de quién.
Sobre un catre algunas prendas desparramadas y un poncho
desflecado. Una púa había marcado el frente de una vieja guitarra a la que le
faltaba la tercera cuerda.
El, estaba sentado sobre un viejo baúl, su aspecto era
grave, vestía bombachas muy gastadas, una camisa que alguna vez fue roja, las
alpargatas denotaban el paso del tiempo y el terreno fangoso.
Con el pucho apagado entre los labios y un fuerte olor a
ginebra, contestó a mi saludo, pero sólo con un movimiento de cabeza, mantuvo
fija su mirada en mí.
Me sentí incómodo, el perro no me prestó atención, sólo se
rascó y siguió durmiendo, me quedé
parado junto a la puerta mientras trataba de hilvanar las palabras.
-Yo andaba buscando un lechón sabe, alguien me dijo que
usted podía tener.
“-¡Ahá! Le han dicho
bien, (hablaba) lentamente se levantó, mientras me preguntaba de cuántos kilos
lo quería, le comenté que lo prefería chico. Al ir saliendo hacia el patio noté
que había un puñal en la cintura. Era un tanto cojo al caminar, pero altivo.
En el corral, tenía unas batarazas, algunos patos con cría y
una yunta de pavos, a unos veinte metros si estaba el chiquero, al llegar me
dijo;
“-Fíjese cual le
gusta”. Había más de una docena de cerdos, el que elegí tendría unos doce
kilos, se ofreció a entregármelo limpio, me pareció bien y saqué el dinero para
pagarle. Cuando, de pronto, sin mediar palabra, sacó el puñal y se me vino
encima, quedé paralizado, ya sobre mí, me empujó y clavó el puñal en el piso,
yo había desparramado billetera, dinero, documentos por el suelo, estaba
pálido, sin comprender.
El sonriendo, se volvió y me dijo;
“-La saco barata,
mire”.
Todavía retorciéndose, ensartada por el puñal, estaba una
yarará, allí comprendí, balbuceando le di las gracias y comencé a juntar mis
cosas, el corazón se quería salir por la boca, él sin ninguna aprensión pisó la
cabeza de la serpiente y retiró el puñal, yo por las dudas me alejé.
Ya volviendo al rancho, me miraba y sonreía, sacudiendo la
cabeza, mientras yo trataba de recomponerme. Me dijo llamarse Zoilo, hacía más
de cuarenta años que vivía allí, y se dedicaba a la cría de animales, que las
víboras eran frecuentes por ser zona de cañada.
Me quiso invitar con algo fuerte para que me volviera el
alma a cuerpo, según sus palabras. Le agradecí
con la excusa que debía manejar, la ginebra no es para mí.
Saludé a Zoilo y emprendí el regreso, quedé en pasar dos
días mas tarde a buscar el lechón. Al partir suspiré aliviado.
Por el retrovisor lo vi saludar y pense;
La saqué barata.
Luis:
ResponderEliminarMuy bueno el cuento. Me hizo recordar la aprehensión por los ofidios.
Con mi esposa vivimos casi tres años en una casa en el medio del campo. De tanto en tanto, aparecían culebras, iguanas (overas y coloradas) y comadrejas. Teníamos unos palos de un poco más de un metro en cada esquina de la casa, con las que dábamos cuenta de las alimañas.
A las perdices y copetonas, así como a los pájaros en general no los molestábamos.
Era frecuente que, entre el césped, entre otras especies, viéramos a víboras de coral. No me preguntes si eran las falsas porque eran poco distinguibles, muy escurridizas y escapaban casi siempre.
La causa: regábamos los frutales que poblaban el parque, las veinticuatro horas seguidas; ya que el suelo era bastante arenoso; eso llamaba al bicherío.
De los bichos de San Pedro de Jujuy, hablaré en otra oportunidad.
La sacamos barata.
Un abrazo.
Cuantas vivencias, nos regala el campo, aunque la vida allí es dura, lo pase muy bien, hasta pude disfrutar de una boa de cuatro metros, bellísima.
EliminarAprendí a no matar las culebras, a cuidar las iguanas, ellas nos protegían de las Yarara.
Muchos recuerdos.
Te dejo un abrazo amigo.
Muy buena historia, Moli, no podía imaginarme qué iba a hacer el Zoilo cuando se abalanzó con el puñal, uno está tan acostumbrado a la violencia urbana que espera lo peor. Pero la sorpresa fue bueno, el Zoilo era uno de esos héroes anónimos que le salvó la vida al personaje, las yararás tienen un veneno muy potente.
ResponderEliminarTe dejo un gran abrazo y un agradecimiento por la visita.
HD
Gracias Humberto, son historias con un poco de fantasía que recogí cuando trabaje en un campo y compartí con esos hombres anónimos casi 15 años.
ResponderEliminarUn abrazo y un placer tenerte como visitante.