Tras el recodo del río, lenta la canoa avanza,
fuertes y morenos brazos aprietan los remos. Rostros cansados indagan la
selva que se yergue bravía. Cientos de diferentes trinos arrullan
desde la espesura.
Al poner pie en la tierra, cada hombre toma parte de
la carga y se dirige hacia un casi imperceptible sendero que se interna entre
la espesura de la enramada. Cada uno porta sobre su cabeza un bulto, sobre su
cabeza, la vida.
Distintos sonidos se entremezclan con
la melodía que brota de sus gargantas. El paso es rápido, la mirada lenta y
profunda. Ellos saben escudriñar entre las matas, para no ser sorprendidos por
alguna criatura salvaje.
La humedad y el calor son intensos, cuesta caminar
entre zarzales y espinos, pero no se arredran, saben también que
la tribu depende de sus voluntades. Así tras largas horas caminan por donde
sólo se ve un manto cerrado de vegetación. Ellos, agotados y
felices, regresan con el producto de la incursión: carne fresca, pescado y
frutos que recogieron a través de su larga marcha
De pronto, tras la cortina verde asoma el caserío,
donde los aguardan mujeres y niños Todos salen a
recibirlos, entre gritos de alegría y de euforia generalizada. Las mujeres
reciben a sus hombres, colmándolos de atenciones, mientras que los pequeños abrazan
a sus padres y los toman de las manos.
Se inicia el canto, esta vez acompañado
con danzas de júbilo y así los sorprende la noche.
En alguna choza se escucha un arrullo maternal,
mientras la aldea va quedando en silencio.
Sólo se escuchan los sonidos de la selva, y alguna
nana que suave va llamando el sueño.
Duérmase niño moreno, que mañana, será hombre
también.