Juan, con su pértiga en alto se quedó mirando el horizonte.
Tanto traqueteo lo agobiaba, era mucho para un día, hacía
calor, y no se divisaba ninguna arboleda, el baqueano había dicho que cruzarían
el lecho de un arroyo, que no estaba lejos, era un viejo conocedor de la zona.
La marcha era lenta, los bueyes tiraban del viejo carretón, que se bamboleaba
por el terreno tortuoso, en la inmensidad de la pampa.
Habían salido de
Lobos hacía más de una semana y Santa Rosa quedaba lejos aún. Eran diez carretas
muy cargadas, eso hacia más lenta la marcha; al tercer día habían tenido que
parar para arreglar una rueda que se rompió, rogaban que no volviera a ocurrir.
La noche anterior, Juan recostado sobre un apero, miraba ese
cielo inmenso tachonado de estrellas, era una noche clara, hacia el poniente,
vio cruzar una estrella fugaz, le pidió que no se toparan con la indiada, ya
que eran pocos y mal armados, Juan tenía un viejo arcabuz que no sabía si
realmente servía, los demás algún revólver o escopetas.
Por suerte no llevaban damas, se sabe que los salvajes codiciaban
a la mujer de piel blanca, y eso sí era un problema.
Un grito lo volvió a la realidad, habían llegado al curso de
agua, bajo su pértiga y azuzó a sus bueyes, la bajada era suave pero el pedregal
hacia saltar la carreta.
El descanso fue breve, los animales bebieron, el grupo se
deleitó con una mateada, acomodaron la carga y de nuevo al camino, una brisa
atemperó el calor de la tarde, el desierto parecía infinito.
Dos días más tarde, mientras se movilizaban por una
hondonada, una polvareda lejana los preocupó, el lugar no era apto para la
defensa, se encontraban muy expuestos. El baqueano subió a una loma a otear el
horizonte, la caravana siguió la marcha buscando un lugar más apropiado,
sonriente volvió trayendo tranquilidad, no eran indios, era una tropa que
arreaban cuatro hombres oriundos de Santa Rosa, como a la hora se encontraron,
llevaban casi cien cabezas, tras el saludo, se presentaron. Uno era hijo del
caudillo del lugar y parte de la carga era para su padre, ademas llevaban el
mismo camino, tendrían compañía.
Entre charla a los gritos con los arrieros, fue
transcurriendo la tarde, encontraron un buen lugar para hacer noche, tras la
cena, bien merecida, se escuchó en la inmensidad de la pampa el pulsar de una
guitarra, y voces destempladas al son de una milonga campera. Cada quien buscó
el sueño reparador, Juan como siempre contempló las estrellas, podría ser que
en algunas de esas que titilan, estuviera quien ya hace más de un año se marchó
dejándolo guacho, a pesar que era un joven grande y fuerte, hecho a la
adversidad, la extrañaba, y noche a noche, la buscaba entre las más brillantes,
sabia que ella estaba allí.
-¡Eh muchacho!, ¿Qué pasa? ¿No te querés levantar?, abrió
los ojos y se desperezó. El viejo le alcanzó un jarro humeante de mate cocido,
“-Para que te despiertes”, agradeció el gesto y se levantó, luego la rutina,
acomodar los animales, asegurar la carga, y continuar el camino, Santa Rosa estaba
cada ves más cerca.
Abrió los ojos, entre
la polvareda alcanzó a ver la carreta que lo precedía, giró la cabeza y hacia
el este vio unos nubarrones que presagiaban tormenta, (suelen ser bravas estas
en medio del desierto).
A media tarde, la brisa se tornó en viento y el cielo se fue
oscureciendo, se venía nomás la lluvia, ojala no fuera con rayos, esos son
peligrosos y ademas, espantan la hacienda, por las dudas buscaron un sitio mas
alto, si el agua subía mucho quedarían empantanados. Los animales estaban
inquietos, el viento era fuerte y la lluvia castigaba, decidieron parar hasta
que pasara el temporal. Tras el primer chubasco amainó y se convirtió en una
lluvia suave, que duró hasta entrada la noche. Iba a ser complicado encontrar
un sitio para dormir, el suelo estaba barroso y había refrescado. Esa noche no
habría estrellas, se acomodó como pudo sobre la carreta y añoró a la Palmira. ¿Qué estaría
haciendo? ¿Pensaría en el?, en Lobos varios la codiciaban, pero ella le juró
fidelidad.
Se durmió soñando con esos ojazos negros, y la picardía con
que lo miraba, pero siempre la Chacha la acompañaba, y no permitiría ni un beso
fugaz, al volver todo iba a ser diferente. Aún soñaba cuando lo llamaron.
“-¡Vamos que se hace
tarde!”, don Hipólito era un hombre de avanzada edad pero vital, estaba
encargado de la caravana y tenia que llegar a Santa Rosa en la fecha indicada.
-¿Qué pasa muchacho?, ¿no dormiste bien? No dijo nada, pero le dolía todo el cuerpo, por dormir hecho un bollo sobre el pescante de la carreta, ¡era un hombre carájo!
-¿Qué pasa muchacho?, ¿no dormiste bien? No dijo nada, pero le dolía todo el cuerpo, por dormir hecho un bollo sobre el pescante de la carreta, ¡era un hombre carájo!
Otra jornada dura, las ruedas se enterraban en el barro y
había que sacarlas, la marcha se hizo más lenta, los arrieros iban más rápido,
así que quedaron solos, pero en otra jornada llegarían, eso les daba fuerza
contra la adversidad.
A media mañana un sol imponente fue secando la huella, y eso
ayudó a que avanzaran más rápido. La lluvia había aumentado el caudal del
arroyo, al llegar había que cruzar por el vado y no era fácil, una a una
lentamente, las carretas fueron cruzando, a su turno Juan estaba muy nervioso,
la corriente era importante, don Hipólito se paró en la otra orilla para
decirle como debía encarar el cruce y por donde, así a pesar de sus miedos pudo
hacerlo. Tras un descanso reanudaron la marcha, esa noche el cansancio era
grande, así que Juan no pudo ver esa estrella brillante que titilaba más que
las otras, como cuidándolo.
Al llegar la mañana no fue preciso despertarlo, estaba
eufórico, sabía que ese día llegarían. Ya no iban por un pedregal, era una
huella que hacia más suave la marcha.
Un jinete les salió al encuentro, lo enviaban para saber por
donde andaban, los anotició que un vaquillona a la estaca los iba a estar
esperando, los gritos fueron de alegría, el sancocho que noche a noche comían
no era lo que dice un manjar, solo servía para mitigar el hambre, en esas
soledades no se podía pedir más, el caldo servia para ablandar la galleta.
Ya pasado el mediodía se divisó el caserío, ¡Santa Rosa por
fin!, ya no sentía cansancio, sólo ansiaba llegar, quizás esa noche durmiera en
un catre, ¡si lo viera la Palmira!…
Entraron por el este, el pueblo era grande, la gente del
lugar los saludaba, dos carretas quedarían frente a la plaza, en un almacén de
ramos generales, el resto debía seguir hasta el otro lado, Juan se regodeaba
con las chinitas que lo miraban y hacían guiños, era el único joven y encima
forastero.
Al paso cansino de
los bueyes llegaron por fin, sólo quedaba descargar, pero eso sería recién mañana, ahora
lavarse un poco y disfrutar el asado, bien ganado lo tenían, en dos días
estarían regresando.
Esa noche la estrella brilló como nunca…
Estimado amigo:
ResponderEliminarMuy buena descripción de lo que debió ser la vida del carrero: distancias interminables y agotadoras.
He leído algunos relatos y ficciones camperas, donde se relatan vicisitudes de esa vida: vidas de rastreadores y de arrieros, donde también se relatan los diversos peligros de su andar.
Este relato del muchacho enamorado y protegido por la mama es uno más, que se destaca por su hondo sentimiento e inocencia del personaje.
Su lectura resultó amena, ya que muestra que las preocupaciones no eran pocas en tales empresas.
Cambiando de tema: deduje que este blog es el que vas a seguir en el futuro, ¿estoy en lo cierto?
Un abrazo.
Hola Arturo, este lo arme practicando para darle forma y quedó, seguiré con los dos.
ResponderEliminarTe agradezco que te intereses por mi historia, las historias del campo me llegan mucho porque estuve trabajando varios años y conocí costumbres y modismos.
Te dejo un abrazo.
MOLI contigo paso de la risa al llanto. las emociones se mezclan y me sorprendes dia a dia cada vez que te leo
ResponderEliminargracias por compartirlo
Gracias a vos Mary por ocuparte de leerme y darme un empujoncito mas para continuar con esta aventura.
EliminarUn abrazo.