Pobre Ernesto, estaba recaliente, sentía el deseo brutal
de comérsela, pero ella no se lo
permitía, lo mantenía alejado. Y ella era fuego puro.
El queso le chorreaba, la miraba desesperado, el
reloj marcaba las 23,55 hs, no podía esperar más, el momento se acercaba, este
veinte de Diciembre estaba llegando a su fin, pase lo que pase quería terminarlo
comiéndosela, estaba divina, apetecible, imposible perdonarla.
Se arrojó sobre ella, ya nada importaba el mundo
terminaba y bajo ningún concepto quería perdérsela, ya estaba jugado, no se podía
echar atrás.
No dudó, le dio con todo, se quemó hasta el confín
de su ser, la pizza seguía hirviente. Tragando Coca Cola con desesperación para
enfriar su garganta, miró el reloj y eran las doce y siete minutos.
-Malditos Mayas, me quemé y nada pasó…
Una rodaja de tomate semejaba una carcajada en la
pizza.